Rodar en el Himalaya plantea siempre retos gigantes, pero en enero de 2021 pensamos que si conseguíamos nuestro objetivo iba a ser un milagro.
Sabíamos lo que tiene de espectacular y de sobrecogedora esta parte del mundo, habíamos subido al campo base del Everest un par de ocasiones: por el lado tibetano, desde Rongbuk, y por el lado Nepalí, hasta Kala Patthar; pero esta vez el reto era distinto: trasladar estas sensaciones a los millones de espectadores que siguen la serie DESCUBRIR.
Cuando iniciamos la búsqueda de localizaciones, teníamos claro que necesitábamos comunicar al espectador toda la grandiosidad del Himalaya desde adentro: no nos valía tenerlo delante, contemplar esas espectaculares estampas de ochomiles helados desde Tingri o desde Pokhara. Lo que necesitábamos era tener las montañas muy cerca; transitar sus escarpados caminos, sus vertiginosos cortados; encontrarnos con yaks; visitar las aldeas; convivir con las sherpas y demás gentes que habitan una de las regiones más remotas del planeta.

Para ello teníamos que ir muy adentro, muy arriba y hacerlo ligeros, ajustados al exigente plan de producción. Por eso nos fijamos en los Annapurnas. El recorrido tradicional rodea el macizo central, siendo posible acceder en todoterreno hasta Manang, la capital de la región y el lugar perfecto desde el que descubrir el Himalaya.
Partimos de Katmandú con el techo del mundo en la mente. Por delante teníamos algo menos de seis horas de carretera hasta Besisahar, la puerta de los Annapurnas. Allí cambiamos nuestro monovolumen por un todoterreno capaz de trepar a las alturas. Empaquetamos el equipo, lo aseguramos en el techo del jeep y nos apretamos en el interior del vehículo, que bronco, duro como la piel de un sherpa, se adentró en el tortuoso camino que sigue la garganta del Marshyangdi hasta Taal y aún más allá.
Taal era nuestra primera aldea del Himalaya. Para llegar, nos apartamos del camino y descendimos hasta el río. En su orilla nos recibió la aldea bañada de azul turquesa. En 10 minutos de paseo estábamos frente a la cascada que ruge al otro lado del pueblo. A la vuelta, ya pensando en la cena, nos encontramos con una especie de monasterio tibetano, quizá una escuela: pequeños aprendices jugaban por el patio y un lama nos observaba, entre curioso y divertido, desde una ventana. En unos segundos, el venerable estaba frente a nosotros, invitándonos a pasar, a tomar un delicioso té y unos toscos y exquisitos dulces tibetanos. El corazón del Himalaya se nos abría de par en par, dejándonos tan agradecidos como estupefactos.
A la mañana siguiente dejamos Taal para continuar camino. Atravesando pintorescas aldeas, excavado a veces en la misma roca, el camino serpenteaba entre abruptos cortados, cascadas inverosímiles y la vista ocasional, del azul claro de río, allá abajo, en algún remoto lugar. Así nos plantamos en Timang, donde nos esperaba un buen te de limón. Mientras lo degustábamos, helados por fuera y reconfortados por dentro, Pasang Sherpa, guía de la expedición, nos miró, un tanto apesadumbrado: Mira, Jesús, me dice, ahí, justo delante de ti, está el Manaslu y, aunque no los puedas ver, estamos rodeados de picos de más de 6.000 metros.
Empezábamos a ponernos nerviosos. El tiempo no acompañaba, llovía, la niebla nos perseguía. No habíamos podido volar el dron y ¿dónde estaban esos picos helados si los teníamos tan cerca de nosotros? Sentimos que se nos había escapado nuestro primer ochomil, como el tigre sin ver de un safari. Tragamos limón y contemplamos, desazonados, el mar de nubes: mañana sería otro día.
No nos animó llegar a Bhartang, rodeada de paredes vertiginosas y campos de manzanas. Bhartang está justo debajo del Annapurna II, el segundo pico más alto de la zona, con 7937 metros de altura evaporada en las nubes… El camino se iba animando. No veíamos los picos, pero sentíamos que el jeep volaba perpendicular a la roca, colgado de semitúneles abiertos al vacío. Empezaba a bajar la luz. Aún teníamos que llegar a Ngawal, a unos 3.600 metros de altura, donde íbamos a hacer noche y nos íbamos a entretener en Pisang. Sus callejuelas de piedra, sus gentes y sus templos, sus banderitas y las ruedas de oración en cualquier callejón…
Pero Ngawal estaba aún más arriba, muy arriba. Ngawal era un balcón colgado de una colina, justo frente del macizo de los Annapurnas. Llegamos de noche, no se veía nada ahí enfrente. Era una noche clave para nuestra aclimatación, habíamos ascendido cientos de metros en un solo día y la sopa de cebolla bien caliente nos habría de ayudar a conciliar el suelo y lidiar con los dolores de cabeza. Pasang me miró mientras sorbía. Tenía una expresión muy diferente: mañana podrás volar el dron, me dijo. ¿Va a mejorar el tiempo? Parece que sí, me confirmó sonriendo, y cuando sonreía los ojos se le hacían dos borrones minúsculos, capaces de reconfortar tanto o más que el caldo de cebolla.
A la mañana siguiente antes de desayunar, subimos 300 metros más hasta una colina. Una pequeña pagoda blanca la coronaba. Desde allí tratamos de volar el dron, que sobrevoló tímidamente la aldea y cabeceó, ávido de roca, hacia la muralla de nubes. Al descender empezó la magia: las nubes se empezaron a abrir. Pasang se río de mi humilde entusiasmo: ¿Ves allí? La línea de árboles en Nepal está en torno a los 4.000 m. Y pareció medir con los dedos. Ahora no creo que puedas ver mucho más que otros mil hasta las nubes. Así que hay otros tres mil más que no ves. Levanté la cabeza tratando de ubicar la cumbre y aluciné, por la ilusión de contemplar por fin el Annapurna, por la mala noche pasada, y por el hambre atroz que me hacía soñar con el desayuno.
Aquella mañana no terminaba de abrir. Nevaba. No podía ser todo más auténticamente himalayístico, hasta que nos invitaron a una competición de arquería. Imaginad: aldeanos vestidos al modo tradicional, fondo de tambor de piel de cabra, y los arqueros apuntándole a una diana en un poste, recortado contra la montaña… Hasta pudimos tirar, con discretísimo resultado. Nos contaron que la tradición se remontaba a tiempos inmemoriales, pero que allí la arquería era un asunto de mera destreza. No se les hubiera ocurrido nunca matar un ser vivo a flechazos.
Llegando a Manang pudimos ver por fin los Annapurnas: sus aristas heladas se recortaban, por momentos, tan arriba en el horizonte, que nos obligaba a coger extrañas posturas, para no rompernos el cuello por la ventanilla del coche.
Manang se asienta en un promontorio rocoso justo enfrente del Gangapurna y del Annapurna IV. A las afueras, nos llegamos al Lago Gangapurna. Hace unas décadas el glaciar llegaba casi hasta el lago. En unas cuantas más, desaparecerá a consecuencia del cambio climático y pensamos que todo negacionista debería poder verlo: contemplar tanta belleza y su destrucción. Nos cuesta pensar que haya quien no vea tan brutal prueba y no le induzca a reflexionar.
Pasamos aquella tarde rodeados de belleza: las aguas infinitamente azules del lago, los Annapurnas, el Gangapurna el Tilicho y Manang…
La ciudad reposaba su mapa de calles recias, casi sacramentales, dibujadas a piedra y repletas de vueltas de esquina inverosímiles: exquisitos templos como abandonados en los que una llama de vela única apunta entre las sombras, mane walls, repletos de ruedas de oración, empujadas por manos nervudas, curtidas por el esfuerzo y los vientos pelados de los ochomiles.
Manang es un tesoro en sí misma y, además, como apuntamos, es el centro de operaciones perfecto para aclimatar, hacer esfuerzos y regresar a descansar después de cada hazaña. Es parada obligatoria para completar el circuito del Annapurna, camino del Thorong La, antes de descender hasta la región del Dhaulagiri y acabar en Pokhara. Pero también es punta de partida de gestas más comedidas.
Si no estáis tan preparados o no tenéis tiempo para afrontar el Thorong La, siempre podéis llegaros al Tilicho, el lago más alto del mundo, no necesitaréis más de cuatro días para ir y volver y la experiencia y las vistas serán inolvidables.
Si estáis en forma, pero no disponéis de mucho tiempo, Kicho Tal puede ser vuestro objetivo. Os puede llevar unas cuatro horas salvar los 900 metros de desnivel, desde Manang y asomaros a un balcón aún superior al Annapurna. Imaginad el Himalaya, recortado justo detrás de las aguas de un lago azul profundo, cuando a medio camino os quedéis sin aliento. Bebed agua, respirad, el infinito estará solo un poco más arriba.
Valoramos otras excursiones de un día que se prometían fascinantes: subir hasta la cueva de Milarepa o caminar hasta el pueblo de Brakha pueden ser excursiones amables: buenas alegrías por poco esfuerzo; pero nos dejamos extasiar un poco más por Manang antes de afrontar el camino de vuelta, enfilar hacia Pochara y el flanco oeste de nuestra quasi vuelta completa al circuito de los Annapurnas…
Pero eso os lo contaré otro día.
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